Con Sir Ivor, ganador del Epsom Derby de 1968 (Gza. Archivo La Nación) |
El jockey inglés, fallecido a los 86 años el domingo 29, estuvo tres veces en la Argentina para competir en San Isidro y Palermo, donde mostró su manera europea de dirigir al montado; en 1993, cuando ya había vuelto de su retiro obligado, tocó en una nota temas un poco más alejados de sus récords en las pistas
Estuvo en la Argentina. Tres veces. Un privilegio que el turf de este país podía tener en el siglo pasado, producto del prestigio de sus caballos, sus criadores, sus carreras y sus hipódromos, y que ahora se da más esporádicamente, pero por obra y gracia de la informática, de Internet y luego de las redes, está más a mano. Las personalidades brillantes se aprecian en mil formas y los videos de las carreras están al alcance de un tipear de teclas.
En una charla para La Nación, en 1993, Lester Piggott habló mucho de sí mismo, de su forma de estribar y de su forma de ser. Sobre lo segundo no le importaba mucho lo que pensaran los demás, sobre todo la prensa británica. Y sobre lo primero no resaltó sus nueve victorias en el Derby de Epsom, ni que entre ellas estuvieron las de Sir Ivor (Sir Gaylord), el primer potrillo comprado en remate en los Estados Unidos en ganarlo, o la de Nijinsky (Northern Dancer), el último héroe de la Triple Corona británica, una marca que no se repite desde 1970. Un caballo que el entrenador Vincent O’Brien compró en Keeneland como yearling, tras el éxito de Sir Ivor en las islas, justamente.
Entre las cuestiones que tocó aquella vez en el lobby de un hotel de Buenos Aires –brevemente, como para confirmar el caso-, sí estuvo su condena por fraude con impuestos, que pagó con un año de prisión en 1988, y hasta la carta de la Reina Isabel que exhibía en su escritorio, en la que la monarca le explicaba que tenía que retirarle la Orden de Caballero de la Corona por su delito. Piggott había sido jockey de la Casa Real por doce años.
También mencionó como su mejor carrera una común, en Pietermaritzburg, Sudáfrica, durante un torneo de jinetes de 1975. Su caballo, un tal The Mulster, quedó último en la suelta porque su puerta demoró en abrirse y ganó de atropellada. “Fue increíble”, dijo en uno de los pocos rasgos de extroversión que se dieron en la conversación. Y aclaró que "no sabía" si existía un estilo Piggott, que eso era una exigencia de su físico, a lo sumo.
En aquel 1993, Piggott corrió el Joaquín de Anchorena (G 1) con Calouro (Lookinforthebigone), que fue segundo de Cleante (Kleiglight), dirigido por otro fenómeno, el peruano Jacinto Herrera, en un final espectacular, y ganó una condicional con la yegua Fabularia (Forever Sparkle), que entrenaba Juan Udaondo. Y volvió al año siguiente, cuando otra vez fue la monta de Calouro, que finalizó no placé en el Anchorena, en su tercera visita, tras la primera en los 70, para un torneo de jockeys.
Lester Piggott será más memoria que nunca desde la madrugada del domingo, el día en que falleció, a los 86 años. La postura del estribar largo, por su estatura desmesurada para un jockey, y los brazos haciendo juego, despegados del cuerpo como aspas, se habían dejado de ver en un hipódromo hace treinta años y después de más de cuarenta de vigencia. En las mejores páginas de la historia del turf ya constaban todas sus hazañas.
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